6.3.12

Los orígenes de la Oratoria


Por Ramón Maceiras López
Los griegos fueron el pueblo antiguo que más apreció el arte de la palabra y la elocuencia. Basta con leer los rutilantes discursos de la Ilíada y las arengas llenas de fervor con que los comandantes militares lanzaban a sus tropas al combate. Los soldados caídos en batalla eran luego honrados con solemnes discursos funerarios. La cultura griega descubrió la razón que permite el intercambio entre los hombres, convirtiendo la argumentación, la discusión y el diálogo en las condiciones necesarias para el despliegue intelectual, la búsqueda del conocimiento, y el establecimiento de las relaciones políticas.

Con la aparición de la polis toma forma un sistema que hace posible la superioridad de la palabra por sobre las restantes formas del poder interpersonal, al punto que ésta llega a ser la mejor herramienta de influencia. Andando el tiempo la razón cometerá el exceso de representarse a sí misma como la expresión privilegiada de las capacidades humanas, descalificando otras propiedades del espíritu. Pero de eso hablaremos más adelante.

Las leyes del pensamiento fueron observadas tempranamente en la antigua Grecia, y posteriormente expresadas y codificadas por distintos filósofos. Grecia es para muchos filósofos la iniciadora de la idea y de la experiencia de una cultura racional. Una cultura creada libremente por hombres situados con una mirada consciente y crítica hacia las tradiciones, pero sin desprenderse necesariamente de ellas. La historia de la filosofía asigna principalmente a Tales el mérito de introducir en la mente griega la vocación por la razón, que será responsable de crear una fuerte desconfianza en las narraciones del mito e iniciar nuevas formas de pensar y explicar. No siempre es fácil establecer la partida de nacimiento de un fenómeno tan complejo, pero este caso es distinto. Estamos en condiciones de fijar el lugar, el período y los padres de la razón griega.

A principios del siglo VI, en la ciudad de Mileto, en Jonia, primero Tales y luego Anaximandro y Anaxímenes, inauguran un modo de reflexión desembarazada de cualquier alusión a fuerzas sobrenaturales, provocada por el asombro y a partir de preguntas. Estos son los pensadores con los que por primera vez el mundo que nos rodea, su origen y su orden, es representado explícitamente como un problema al que hay que buscar una respuesta acudiendo sólo a los recursos de la experiencia y del pensamiento. Una respuesta sin misterio, expuesta para ser comprendida por otros y debatida como cualquier evento de la vida cotidiana. Una forma del pensamiento en la cual las antiguas divinidades primordiales son reemplazadas por elementos de la naturaleza dotados de gran poder, y caracterizados como fuerzas imperecederas que a semejanza de los dioses poseen un extenso margen de acción. A diferencia de ellos, sin embargo, estas fuerzas concebidas en términos abstractos se limitan a producir efectos determinados y carecen de otra voluntad.

Entra en escena un tipo de conocimiento libre, imperfecto, que requiere ser defendido, incluso justificado, no ya un regalo de origen superior sino el producto del esfuerzo humano, quedando instaladas de este modo las bases de la ciencia. En el período anterior al siglo VI se producen notables cambios sociales y tecnológicos en algunas ricas ciudades costeras de Asia Menor, interconectadas por medio del comercio con antiguas civilizaciones del oriente próximo. Mileto en particular se encontraba en la cima de su desarrollo político, económico e intelectual. Entre estos cambios se cuenta la creación del calendario, el uso de la moneda, el alfabeto fonético, los avances en la navegación y el incremento del intercambio comercial, cuya consecuencia indirecta habría sido liberar la mente de sus amarras convencionales. Es improbable que un acontecimiento espiritual de semejante envergadura pueda ser explicado en virtud de algún reduccionismo, por bien fundado que se encuentre, aun cuando nada impide reconocer la influencia de cualquier factor particular. Se trata de un fenómeno de particular complejidad, multidimensional, que seguramente mantendrá una cuota de misterio. Por esa fecha contribuyen también a la declinación del mito los siete sabios, entre los cuales se cuenta al mismo Tales y personajes como Solón, que encarnan un tipo de inteligencia práctica al servicio de la comunidad. Representan una sabiduría vital que se ubica al margen de las teogonías, y es anterior a la fijación del saber a través de la escritura.

Desde el siglo VI ponen en discusión el orden humano, tratan de definirlo y de traducirlo a fórmulas accesibles al pensamiento. Son hombres útiles que aportan su conocimiento y su consejo oportuno. Su sabiduría está plasmada en sentencias breves o máximas, verdaderos concentrados de sabiduría, referidas a la vida personal y a la actividad política. No tienen como objetivo el universo de la materia, sino el mundo de los hombres. Es cierto que el listado de nombres es variable, y persisten muchas dificultades para fijar históricamente su contribución, pero eso no corrige el hecho de que representan un intento por definir las bases de un nuevo orden que sustituye el poder divino, y acerca a los hombres a su propia determinación. Los griegos no carecen de explicaciones antes de Tales. Bajo la forma del mito se dispone de un poderoso recurso para desentrañar el origen de los fenómenos. La mitología es a la vez una estructura de pensamiento y un sistema simbólico. Como tal describe, explica y ofrece soluciones, articula y organiza la experiencia. Se trata de un relato, de modo que si el mito resuelve problemas éstos no han sido planteados como tales. Apelando siempre a una autoridad, el mito se autovalida, se asienta en una base sólida, indiscutida, en la tradición heredada, en los antiguos o en los dioses. No se divulga para ser debatido, y no necesita el sustento de una argumentación razonada. Ordena el mundo y está allí para ser aceptado.

El poeta Hesíodo, nacido en Boecia, hacia el siglo VII, nos dejó dos extensos poemas titulados Teogonía y Los Trabajos y los Días. Según su relato fue inspirado por las musas, las compañeras de Apolo, hijas de Zeus y la Memoria, quienes le revelaron la verdad y le indicaron lo que ha sido, lo que es y lo que será. También Homero, mucho antes, atribuye sus creaciones a alguna divinidad. En el comienzo de la Ilíada menciona a la diosa y en la Odisea a la musa, en cada caso como responsables de sus versos. Grandes creadores que sin embargo no se perciben como tales, sino como instrumentos de fuerzas superiores. Lo contrario ocurre cuando alguien apoyado en su propia razón aspira a ofrecer una explicación o proponer una interpretación. Una respuesta construida desde la propia actividad intelectual, por definición se obliga a proponer un discurso racional sobre bases radicalmente distintas.

La clave está en el fundamento, construido con coherencia y de preferencia con tino. Cada propuesta ahora debe estar dispuesta a la crítica y al debate. Finalmente, sólo en el diálogo se puede establecer su legitimidad. Se consagra el valor de la pregunta, con su carga de provocación, y el derecho a la búsqueda personal. Tucídides, por ejemplo ya no refiere a las musas, y al comienzo de su obra se nombrará como escritor. En un sentido fundamental, surge la figura del filósofo como alguien que cultiva una actitud inquieta e interrogante frente al mundo, encarnando al mismo tiempo el poder de la especulación. Alguien que no repite simplemente lo que se dice, sino que pone su nombre cuando afirma o niega, asumiendo siempre la responsabilidad de defender lo dicho. El filósofo aspira a comprender el mundo y a comprenderse a sí mismo mediante el conocimiento, al que concibe como una obra individual, algo que se construye pacientemente. Anaxágoras hacia el siglo V propone una formula para resumir esta materia: Todas las cosas estaban juntas, después llegó la inteligencia y las ordenó. Cualquier diferencia entre un discurso y otro, entre distintas maneras de ordenar las cosas, expresa una contradicción que naturalmente provee la materia prima del diálogo, en el cual únicamente valen los argumentos y no la apelación a la autoridad. Werner Jaeger interpreta que la filosofía representa la suprema etapa de una nueva confianza en sí mismo por parte del hombre, bajo cuyos cimientos yace vencido un salvaje ejército de fuerzas tenebrosas.

Sin perjuicio de sus semejanzas, los filósofos tendrán distintos estilos y sus discursos se vestirán de variados ropajes. El formato más bien distante y sobrio, un ambicioso intento en prosa por encontrar la estructura de lo real desde la observación propuesto por Anaximandro, tendrá su contraste con el tono punzante y audaz de Jenófanes, a la vez rapsoda y filósofo, que expone en forma de sátira sus posiciones sobre los dioses o la verdad, o con el poema épico y didáctico de Parménides. A su vez, la libertad con que Jenófanes declama en cada lugar dispuesto a escuchar, rivaliza con el espíritu sectario de Pitágoras, quien opta por rodear de secreto sus hallazgos y comunicarlos sólo a un grupo selecto de iniciados. Heráclito, por su parte, un pensador solitario resuelto a desafiar los enigmas, que rehuye el contacto social y desprecia los cargos públicos, con un tono de profeta inaugura un estilo filosófico asentado en formulaciones lapidarias. Difiere de las formas que encarnan Anaxágoras, un modelo de intelectual puro muy cercano al gobierno de Pericles, el sofista Gorgias, principalmente un maestro de retórica, o Protágoras, pensador de la política, partidario de la democracia, maestro de futuros ciudadanos y asesor de gobierno. Por cierto, está también Sócrates que convierte el ágora en un aula, elevándose desde el monólogo hasta introducir el diálogo como la forma propia del intercambio filosófico, sin escribir jamás una línea, o bien su discípulo Platón, que en un sentido inverso encierra la filosofía en las paredes de la Academia, dando al diálogo una magnífica expresión literaria, distinto de Aristóteles y sus áridos tratados. En todos ellos, puede decirse, la argumentación se convierte en una propiedad del lenguaje intelectual, dejando nula toda justificación para imponer o exigir sumisión. Cada cosa tiene valor mientras puede ser defendida, de modo que la energía de la duda está autorizada para actuar implacable con cualquier discurso que no pueda mostrar su fortaleza.

La argumentación, la discusión y el diálogo comienzan a ser las condiciones que hacen posible el despliegue intelectual, y el avance en las materias del conocimiento. A continuación, serán también las condiciones para abordar los asuntos ciudadanos, para establecer y desarrollar las relaciones políticas. Los tratadistas del tema coinciden en que el advenimiento de la democracia en Grecia catapultó aún más el interés por la oratoria y la elocuencia. La razón parece lógica. El pueblo de las polis griegas podía reunirse en asamblea para dialogar, polemizar y decidir sobre todo tipo de cuestiones. En el diseño de las ciudades se contemplaba la construcción de espacios apropiados para las asambleas de ciudadanos. Esas asambleas eran libres ya que todos los ciudadanos podían asistir, participar y votar, excepción hecha de las mujeres, los esclavos y los forasteros.

 Los que mejor hablaban en esas asambleas llegaban a ser personas muy influyentes, y aquellos que pretendieran tal cualidad tenían por tanto que desarrollar dotes oratorias. Más allá de la oratoria deliberativa en las asambleas públicas, se desarrolló también la oratoria forense. Los conflictos entre ciudadanos se dilucidaban mediante tribunales electos por sorteo. Los oradores forenses se esmeraban en persuadir y conmover a los jurados para atraerlos hacia su causa. La oratoria de exhibición tenía como objetivo el lucimiento del orador so pretexto de elogiar a alguien. La polis encarna un sistema que afirma y hace posible la superioridad de la palabra por sobre las restantes formas del poder interpersonal, al punto que ésta llega a ser la herramienta de influencia por excelencia, la mejor manifestación de la autoridad intelectual, y la clave para el ejercicio del poder político y los derechos ciudadanos.

En este ambiente surgen los sofistas, maestros errantes que inauguran el hábito de exigir honorarios por sus lecciones, llevando la enseñanza de la retórica, el arte de persuadir, hasta la cumbre de sus posibilidades. La palabra cobra cada vez más fuerza, todavía más allá de los problemas del conocimiento y la política. Su poder se extiende hacia otros ámbitos. Desde tiempos de Homero la palabra curativa, orientada a enfrentar el penoso evento de la enfermedad, recurrió a formulas verbales de carácter mágico, principalmente ensalmos y conjuros. En los primeros domina la intención imperativa o coactiva ante una realidad que se quiere alejar, y en los segundos prevalece la súplica, de modo que su eficacia depende de una fórmula de encantamiento y de quien la emplea. Pero hacia el siglo V se constituye una práctica terapéutica de la palabra, emerge un decir placentero o sugestivo, la palabra persuasiva se aplica a sanar, adopta una intención psicológica y se dirige directamente a producir un efecto en quien la escucha.

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